miércoles, 17 de febrero de 2016

EJEMPLOS DE MAPA CONCEPTUAL



                                  MAPA CONCEPTUAL HECHO EN bubbl.us






                                                       MAPA CONCEPTUAL HECHO EN gliffy.com




                                           MAPA CONCEPTUAL HECHO EN creately.com


MAYORÍA OPRIMIDA


PÁGINAS ONLINE PARA CONSTRUCCIÓN DE MAPAS CONCEPTUALES

https://bubbl.us/mindmap
https://www.gliffy.com
https://creately.com


PASOS PARA CREAR EL MAPA

1. Escoge alguna de las tres páginas para realizar tu mapa.
2. Regístrate en esa página (debes poner tu correo electrónico e inventar una contraseña)
3. Realiza el mapa en la página seleccionada.
4. Guarda tu mapa. "GUARDAR"
5. Cuando hayas terminado de hacer el mapa:

 * En gliffy.com: busca en la parte superior derecha donde dice "MIS DOCUMENTOS", luego selecciona el mapa con la lupa y finalmente CLICK DERECHO: guardar imagen y la guarda en un lugar fácil de encontrar.

* En bubbl.us: opción "EXPORT" luego selecciona "JPG IMAGE" y finalmente  en ese mismo cuadrito opción "EXPORT".

* En creately.com: opción: "EXPORTAR", seguido de "EXPORTAR COMO IMAGEN" y finalmente "EXPORTAR"

6. YA TIENES LA IMAGEN DEL MAPA, ahora vamos a publicarlo así:
 *entras al blog de 8b: espanoloctavob2016.blogspot.com y 


CUENTO: DESTINITOS FATALES II. Andrés Caicedo.

Un empleado público se monta a las 2 del día en su bus de todos los días, paga, registra, y para su satisfacción queda un puesto por allá , se dirige al asiento vacío sin ver a nadie conocido, pero para qué conocidos a esta hora y con este calor, así que el empleado público en lo único que piensa es en el almuerzo que su mamá le tiene cuando llegue a casa en la siestesita de 5 minutos, en el sueñito que sueñe, y por pensar en eso ni se ha dado cuenta que este bus en el que se ha montado no para cada 4 cuadras ni para en ninguna parte, y cuando cae en la cuenta el hombrecito lo que hace es apretar las manos que le sudan pero nada más ,o tal vez voltear a mirar a los pasajeros, todos hombres, una mujer en la última banca vestida de negro, todos de piel oscura y por que ser que todos están así de flacos y por que a todos se les ve el hambre en la cara, por que, sobre todo el chofer cuando voltea la cara y lo mira a él. Y da la señal. Entonces el bus para y todos se le van encima, y cuando al hombrecito le arrancan el primer pedazo de mejilla piensa en lo que dirán sus compañeros de oficina cuando salga mañana en el periódico. Pero mañana no va a salir nada en el periódico.

lunes, 8 de febrero de 2016

CUENTO: "QUE PASE EL ASERRRADOR" por: Jésus de Corral



Entre Antioquia y Sopetrán, en las orillas del río Cauca, estaba yo fundando una hacienda. Me acompañaba, en calidad de mayordomo, Simón Pérez, que era todo un hombre, pues ya tenía treinta años, y veinte de ellos los había pasado en lucha tenaz y bravía con la naturaleza, sin sufrir jamás grave derrota. Ni siquiera el paludismo había logrado hincarle el diente, a pesar de que Simón siempre anduvo entre zancudos y demás bichos agresivos.
Para él no había dificultades, y cuando se le proponía que hiciera algo difícil que él no había hecho nunca, siempre contestaba con esta frase alegre y alentadora: «vamos a ver; más arriesga la pava que el que le tira, y el mico come chumbimba en tiempo de necesidad».
Un sábado en la noche, después del pago de peones, nos quedamos, Simón y yo, conversando en el corredor de la casa y haciendo planes para las faenas de la semana entrante, y como yo le manifestara que necesitábamos veinte tablas para construir unas canales en la acequia y que no había aserradores en el contorno, me dijo:
— Esas se las asierro ya en estos días.
— ¿Cómo?, le pregunté, ¿sabe usted aserrar?
—Divinamente; soy aserrador graduado, y tal vez el que ha ganado más alto jornal en ese oficio. ¿Qué dónde aprendí? Voy a contarle esa historia, que es divertida. Y me refirió esto, que es verdaderamente original:
En la guerra del 85 me reclutaron y me llevaban para la Costa, por los llanos de Ayapel, cuando resolví desertar, en compañía de un indio boyacense. Una noche en que estábamos ambos de centinelas las emplumamos por una cañada, sin dejarle saludes al general Mateus.

Al día siguiente ya estábamos a diez leguas de nuestro ilustre jefe, en medio de una montaña donde cantaban los gurríes y maromeaban los micos. Cuatro días anduvimos por entre bosques, sin comer y con los pies heridos por las espinas de las chontas, pues íbamos rompiendo rastrojo con el cuerpo, como vacas ladronas. ¡Lo que es el miedo al cepo de campaña con que acarician a los desertores, y a los quinientos palos con que los maduran antes de tiempo!...
Yo había oído hablar de una empresa minera que estaba fundando el Conde de Nadal, en el río Nus, y resolví orientarme hacia allá, así al tanteo, y siguiendo por la orilla de una quebrada que, según me habían dicho, desembocaba en aquel río. Efectivamente, al séptimo día, por la mañana, salimos el indio y yo a la desembocadura, y no lejos de allí vimos, entre unas peñas, un hombre que estaba sentado en la orilla opuesta a la que llevábamos nosotros. Fue grande nuestra alegría al verlo, pues íbamos casi muertos de hambre y era seguro que él nos daría de comer.
—Compadre, le grité, ¿cómo se llama esto aquí? ¿La mina de Nus está muy lejos?
— Aquí es; yo soy el encargado de la tarabita para el paso, pero tengo orden de no pasar a nadie, porque no se necesitan peones. Lo único que hace falta son aserradores.
No vacilé un momento en replicar:
—Ya lo sabía, y por eso he venido: yo soy aserrador; eche la oroya para este lado.
—¿Y el otro?, preguntó, señalando a mi compañero. El grandísimo majadero tampoco vaciló en contestar rápidamente:
—Yo no sé de eso; apenas soy peón.
No me dio tiempo de aleccionarlo; de decirle que nos importaba comer a todo trance, aunque al día siguiente nos despacharan como perros vagos; de mostrarle los peligros de muerte si continuaba vagando a la aventura, porque estaban lejos los caseríos, o el peligro de la «diana de palos» si lograba salir a algún pueblo antes de un mes. Nada; no me dio tiempo ni para guiñarle el ojo, pues repitió su afirmación sin que le volvieran a hacer la pregunta.
No hubo remedio, y el encargado de manejar la tarabita echó el cajón para este lado del río, después de gritar: ¡Que pase el aserrador!
Me despedí del pobre indio y pasé.
Diez minutos después estaba yo en presencia del Conde, con el cual tuvo este diálogo:
—¿Cuánto gana usted?
—¿A cómo pagan aquí?
— Yo tenía dos magníficos aserradores, pero hace quince días murió uno de ellos; les pagaba a ocho reales.
—Pues, señor Conde, yo no trabajo a menos de doce reales; a eso me han pagado en todas las empresas en donde he estado y, además, este clima es muy malo; aquí le da fiebre hasta a la quinina y a la zarpoleta.
—Bueno, maestro; «el mono come chumbimba en tiempo de necesidad»; quédese y le pagaremos los doce reales. Váyase a los cuarteles de peones a que le den de comer y el lunes empieza trabajos.
¡Bendito sea Dios! Me iban a dar de comer; era sábado, al día siguiente también comería de balde. ¡Y yo, que para poder hablar tenía que recostarme a la pared, pues me iba de espaldas por la debilidad en que estaba!
Entré a la cocina y me comí hasta las cáscaras de plátano. Me tragaba las yucas con pabilo y todo. ¡Se me escaparon las ollas untadas de manteca, porque eran de fierro! El perro de la cocina me veía con extrañeza, como pensando: ¡Caramba con el maestro! si se queda ocho días aquí, nos vamos a morir de hambre el gato y yo!
A las siete de la noche me fui para la casa del Conde, el cual vivía con su mujer y dos hijos pequeños. ¡Líos que tenia!
Un peón me dio tabaco y me prestó un tiple. Llegué echando humo y cantando la guabina. La pobre señora que vivía más aburrida que un mico recién cogido, se alegró con mi canto y me suplicó que me sentara en el corredor para que la entretuviera a ella y a sus niños esa noche.
— Aquí es el tiro, Simón, dije para mis adentros; vamos a ganarnos esta gente por si no resulta el aserrío. Y les canté todas las trovas que sabía. Porque, eso sí: yo no conocía serruchos, tableros y troceros, pero en cantos bravos sí era veterano.

Total, que la señora quedó encantada y me dijo que fuera al día siguiente, por la mañana, para que le divirtiera los muchachos, pues no sabía qué hacer con ellos los domingos. ¡Y me dio jamón y galletas y jalea de guayaba!
Al otro día estaba este ilustre aserrador con los muchachos del señor Conde, bañándose en el río, comiendo ciruelas pasas y ¡bendito sea Dios y el que exprimió las uvas, bebiendo vino tinto de las mejores marcas europeas!
Llegó el lunes, y los muchachos no quisieron que el «aserrador» fuera a trabajar, porque les había prometido llevarlos a un guayabal a coger toches, en trampa. Y el Conde, riéndose, convino en que el maestro se ganara sus doce reales de manera tan divertida.
Por fin, el martes, di principio a mis labores. Me presentaron al otro aserrador para que me pusiera de acuerdo con él, y resolví pisarlo desde la entrada.
—Maestro, le dije, de modo que me oyera el Conde, que estaba por ahí cerca, a mí me gustan las cosas en orden. Primeramente sepamos qué es lo que se necesita con más urgencia; ¿tablas, tablones o cercos?
—Pues necesitamos cinco mil tablas de comino, para las canales de la acequia, tres mil tablones para los edificios y unos diez mil cercos. Todo de comino; pero debemos comenzar por las tablas.
Por poco me desmayo: vi trabajo para dos años y... a doce reales el día, bien cuidado y sin riesgo de que castigaran al desertor, porque estaba «en propiedad extranjera».
— Entonces, vamos con método. Lo primero que debemos hacer es dedicarnos a señalar árboles de comino, en el monte, que estén bien rectos y bien gruesos para que den bastantes tablas y no perdamos el tiempo. Después los tumbamos y, por último, montamos el aserrío. Todo con orden, sí señor, porque si no, no resulta la cosa.
— Así me gusta, maestro, dijo el Conde; se ve que usted es hombre práctico. Disponga los trabajos como lo crea conveniente.
Quedé, pues, dueño del campo. El otro maestro, un pobre majadero, comprendió que tenía que agachar la cabeza ante este famoso «aserrador» improvisado. Y a poco, salimos a la montaña a señalar árboles de comino.
Cuando nos íbamos a internar, le dije a mi compañero:
—No perdamos el tiempo andando juntos. Váyase usted por el alto, que yo me voy por la cañada. Esta tarde nos encontramos aquí; pero fíjese bien para que no señale árboles torcidos.
Y salí cañada abajo, buscando el río. Y en la orilla de éste me pasé el día, fumando tabaco y lavando la ropita que me traje del cuartel del general Mateus.
Por la tarde, en el punto citado, encontré al maestro y le pregunté: vamos a ver, ¿cuántos árboles señaló?
—Doscientos veinte no más, pero muy buenos.
—Pues perdió el día; yo señalé trescientos cincuenta, de primera clase.
Había que pisarlo en firme; y yo he sido gallo para eso.
Por la noche me hizo llamar la señora del Conde, y que llevara el tiple, porque me tenía cena preparada; que los muchachos estaban deseosísimos de oírme el cuento de Sebastián de las Gracias, que les había yo prometido. Ah, y el del Tío Conejo y el Compadre Armadillo, y ese otro de Juan sin miedo, tan emocionante. Se cumplió el programa al pie de la letra. Cuentos y cantos divertidísimos; chistes de ocasión; cena con salmón, porque estábamos en vigilia; cigarros de anillo dorado; traguito de brandy para el aserrador, pues como había trabajado tanto ese día, necesitaba el pobre que le sostuvieran las fuerzas. Ah, y guiñadas de ojo a una sirvienta buena moza que le trajo el chocolate al «maestro» y que al fin quedó de las cuatro paticas cuando oyó la canción aquella de:
Como amante torcaza quejumbrosa, que en el monte se escucha gemir
Qué aserrío, monté esa noche. ¡Le saqué tablas del espinazo al mismísimo, señor Conde! Y todo iba mezclado por si se dañaba lo del aserrío. Le conté al patrón que había notado yo ciertos despilfarros en la cocina de peones y no pocas irregularidades en el servicio de la despensa; le hablé de un remedio famoso para curar la renguera (inventado por mí, por supuesto) y le prometí conseguirle un bejuco en la montaña, admirable para todas las enfermedades de la digestión. (Todavía me acuerdo del nombrecito con que lo bauticé: ¡Levantamuertos!)

Encantados el hombre y su familia con el «maestro» Simón. Ocho días pasé en la montaña, señalando árboles con mi compañero, o mejor dicho, separados, porque yo siempre, lo echaba por otro lado día al que yo escogía. Pero sabrá usted que como yo no conocía el comino, tuve que ir primero a ver los árboles que había señalado el verdadero aserrador.
Cuando ya teníamos marcados unos mil, empezamos a echarlos al suelo, ayudados por cinco peones. En esa tarea, en la cual desempeñaba yo el oficio de director, empleamos más de quince días.
Y todas las noches iba yo a la casa del Conde y cenaba divinamente. Y los domingos almorzaba y comía allá, porque era preciso distraer a los muchachos... y a la sirvienta también.
Yo era el sanalotodo en la mina. Mi consejo era decisivo y no se hacía nada sin mi opinión. ¡Tal vez la célebre cortada del río Nus fracasó más tarde por alguna bestialidad que yo indiqué!
Todo iba a pedir de boca, cuando un día llegó la hora terrible de montar el aserrío de madera. Ya estaba hecho, el andamio, y por cierto que cuando lo fabricamos hubo algunas complicaciones, porque el maestro me preguntó:
—¿Qué alto le ponemos?
—¿Cuál acostumbran ustedes por aquí?
—Tres metros.
—Póngale tres con veinte, que es lo mandado entre buenos aserradores. (Si sirve con tres, ¿por qué no ha de servir con veinte centímetros más?).
Ya estaba todo listo: la troza sobre el andamio, y los trazos hechos en ella (por mi compañero, porque yo me limitaba a dar órdenes).
«La lámpara encendida y el velo en el altar,» como dice la canción.
Llegó el momento solemne, y una mañana salimos camino del aserradero, con los grandes serruchos al hombro. ¡Primera vez que yo veía un come-maderas de esos!
Ya al pie del andamio, me preguntó el maestro:
—¿Es usted de abajo o de arriba?
Para resolver tan grave asunto fingí que me rascaba una pierna, y rápidamente pensé:, «si me hago arriba, tal vez me tumba éste con el serrucho». De manera que al enderezarme contesté:
— Yo me quedo abajo; encarámese usted. Trepó por los andamios, colocó el serrucho en la línea y... empezamos a aserrar madera.
¡Pero, señor, cómo fue aquello! El chorro de aserrín se vino sobre mí y yo corcoveaba a lado y lado, sin saber cómo defenderme. Se me entraba por las narices, por las orejas, por los ojos, por el cuello de la camisa... ¡Virgen Santa! Y yo que creía que eso de tirar de un serrucho era cosa fácil...
—Maestro, me gritó mi compañero, se está torciendo el corte!...
— ¡Pero hombre, con todos los diablos! Para eso está usted arriba; fíjese y aplome como Dios manda...
El pobre hombre no podía remediar la torcedura. ¡Qué la iba a remediar, si yo chapaleaba como pescado colgado del anzuelo!
Viendo que me ahogaba entre las nubes de aserrín, le grité a mi compañero:
—Bájese, que yo subiré a dirigir el corte.
Cambiamos de puesto: yo me coloqué en el borde del andamio, cogí el serrucho y exclamé:
—Arriba pues: una... dos...
Tiró el hombre, y cuando yo iba a decir tres, me fui de cabeza y caí sobre mi compañero. Patas arriba quedamos ambos; él con las narices reventadas y yo con dos dientes menos y un ojo que parecía una berenjena.
La sorpresa del aserrador fue mayor que el golpe que le di. No parecía sino que le hubiera caído al pie un aerolito.
—¡Pero, maestro!, exclamó;... ¡pero, maestro!
—¡Qué maestro, ni qué demonios! ¿Sabe lo que hay? Que es la primera vez que yo le cojo los cachos a un serrucho de estos. ¡Y usted que tiré con tanta fuerza! Vea cómo me puso (y le mostré el ojo dañado).
—Y vea cómo me dejó usted (y me enseñó las narices).
Vinieron las explicaciones indispensables, para las cuales resulté un Víctor Hugo. Le conté mi historia y casi que lo hago llorar cuando le pinté los trabajos que pasé en la montaña, en calidad de desertor. Luego rematé con este discurso más bien atornillado que un trapiche inglés:
—No diga usted una palabra de lo que ha pasado, porque lo hago sacar de la mina. Yo les corté el ombligo al Conde y a la señora, y a los muchachos los tengo de barba y cacho. Conque, tráguese la lengua y enséñeme a aserrar. En pago de eso, le prometo darle todos los días, durante tres meses, dos reales, de los doce que yo gano. —Fúmese, pues, este tabaquito (y le ofrecí uno), y explíqueme cómo se maneja este mastodonte de serrucho.
Como le hablé en plata y él ya conocía mis influencias en la casa de los patrones, aceptó mi propuesta y empezó la clase de aserrío. Que el cuerpo se ponía así, cuando uno estaba arriba; y de esta manera cuando estaba abajo; que para evitar las molestias del aserrín se tapaban las narices con un pañuelo... cuatro pamplinadas que yo aprendí en media hora.
Y duré un año trabajando en la mina como aserrador principal, con doce reales diarios, cuando los peones apenas ganaban cuatro. Y la casa que tengo en Sopetrán la compré con plata que traje de allá. Y los quince bueyes que tengo aquí, marcados con un serrucho, del aserrío salieron... Y el hijo mío, que ya me ayuda mucho en la arriería, es también hijo de la sirvienta del Conde y ahijado de la Condesa...
Cuando terminó Simón su relato, soltó una bocanada de humo, clavó en el techo la mirada y añadió después:
¡Y aquel pobre indio de Boyacá se murió de hambre... sin llegar a ser aserrador!...

CUENTO: "VAMOS A MATAR A LOS GATICOS" por: Álvaro Cepeda Samudio.


      “Vamos a matar a los gaticos ­—dijo Doris—, vamos a matarlos. Yo sé cómo se hace, vamos a matarlos”.
     “No, todavía no”.
     “Pero tú dijiste que los íbamos a matar apenas nacieran —dijo Martha—. Tú dijiste que teníamos que matarlos para evitar que los regalaran”.
     “¿Cuántos son? —preguntó Doris”.
     “No sé: parece que hay cinco”.
     “¿Dónde están?” —preguntó Doris.
     “En el último cuarto. Los pusieron en la caja donde dormía Teddy”.
     “¿Son bonitos?” —preguntó Doris.
     “Yo no sé, yo no los he visto todavía. Pero sé que ya nacieron porque esta mañana lo estaban diciendo en la cocina”.
     “Vamos a verlos” —dijo Martha.
     “No, ahora no: después. Vamos a subirnos al techo”.
     “Vamos —dijo Doris— y jugamos a Tarzán, ¿quieres? Bueno. Voy a buscar las cosas”.
     “Yo no juego —dijo Martha”.
     “¿Por qué no quieres jugar?”
     “No puedo —dijo Martha—, yo no puedo subirme al techo”.
     “¿Por qué no puedes subirte?”
     “Tú sabes” —dijo Martha.
     “Ella tiene miedo —dijo Doris—, vamos tú y yo”.
     “Yo no tengo miedo —dijo Martha—, es que me da pena”.
     “Vamos Doris, ella nos espera aquí”.
     “Miedosa” —dijo Doris.
     “Yo no soy miedosa —dijo Martha—, es que me da pena”.
     “¿Por qué te da pena?” —preguntó Doris.
     “Déjala ya, Doris”.
     “Yo no tengo pantalones” dijo Martha.
     “Ahora se lo voy a decir a mamá —dijo Doris—, ayer también viniste sin pantalones. Yo te vi”.
     “Tú sabías que no tenía pantalones. Tú me dijiste. Y ahora quieres jugar a Tarzán” —dijo Martha. 
     “Cuando volvamos a la casa le voy a decir a mamá que tú le dices a Martha que no se ponga pantalones” —dijo Doris.
     “Vamos a matar a los gaticos”.
     “Vamos” —dijo Doris.
     “Si se lo dices no los matamos” —dijo Martha. 
     “¿Se lo vas a decir, Doris?” 
     “No —dijo Doris. Vamos a matar a los gaticos. Entren”. 
     “¿Para qué cierras las ventanas? —preguntó Doris. 
     “Para que ella no se salga. Tráeme esa tabla, Martha”. 
     “Tenemos que sacarla de la caja porque de pronto se pone rabiosa y nos muerde” —dijo Doris. 
     “No, ella no muerde. Sostén la tapa mientras yo los saco”. 
     “¿Cuántos hay? —preguntó Doris. 
     “Cuatro nada más”. 
     “Abre la ventana, yo no los veo bien. ¿Son bonitos?” —dijo Martha. 
     “Sí, son bonitos. Hay dos negros y dos grises”. 
     “Yo quiero llevarme uno negro” —dijo Doris. 
     “No, hay que matarlos a todos. No te vas a llevar a ninguno. Yo dije que los iba a matar a todos. Mira, así: apriétalos por el cuello así, ¿ves? Apriétalos bien fuerte por un momento. Es fácil”. 
     “¿Ves? Este ya está muerto. Mata tú este otro”. 
     “Mata este tú, Martha, yo mato mejor el gris” —dijo Doris. 
     “No, yo me voy, yo no quiero matar ninguno” —dijo Martha.
     “No tengas miedo, no te van a morder. ¿No ves que ni siquiera tiene dientes?” 
     “No, yo no quiero matar ninguno” —dijo Martha. 
     “Suelta ese ya, Doris, ya está muerto. Mata este otro”. 
     “No los maten, no los maten” —gritó Martha. 
     “Cállate, cállate, cállate. Sostén la tapa, Doris”.
     “¿Qué vas a hacer?” —preguntó Doris. 
     “A ponerlos otra vez dentro de la caja”. 
     “Por qué no los enterramos en el patio y les hacemos procesión —dijo Doris—. ¿Quieres que traiga tres cajitas de cartón?”. 
     “Yo tengo en la casa un montón de cajitas” 
     “No, vamos a ponerlos en la caja otra vez. Falta uno. ¿No has podido matarlo todavía, Doris?”. 
     “Yo no quiero matar al negrito” —dijo Doris. 
     “Dámelo acá. Apura, Doris, dámelo”. 
     “Dáselo, Doris” —dijo Martha. 
     “Salgan. Cierra la puerta, Martha”.
     “Vamos a subirnos al techo, dijo Doris”. 
     “No, hace mucho calor”. 
     “Pero yo quiero unas guindas. Tengo hambre” —dijo Doris. 
     “En la nevera hay galletas. Ve y tráelas”. 
     “¿Por qué lloras? —preguntó Martha. 
     “Yo no estoy llorando”. 
     “Sí estás llorando” —dijo Martha. 
     “No me molestes”. 
     “Tú no querias matar los gaticos” —dijo Martha. 
     “Sí quería”. 
     “No tengas miedo. Doris no le dice nada a Mamá” —dijo Martha. 
     “Yo no tengo miedo” “¿Entonces por qué estás llorando?” —dijo Martha. 
     “Por nada, por nada, por nada”.

CUENTO: "EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO" por:Gabriel García Márquez.


Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

         Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
         No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.


         Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piitrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
         No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderio ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
         —Tiene cara de llamarse Esteban.
         Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jovenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
         —¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
         Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
         Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
         Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.